La fragilidad de dejar a tu corazón hablar
- Redacción
- 18 jun
- 2 Min. de lectura
Mente Lunera

Andrea González
(06-17-2025)
Todos hemos vivido y escuchado la canción “Amiga mía” de Alejandro Sanz.
Mucho se habla de los amores que vuelan alto y caen precipitadamente al vacío que excavaron con manos temblorosas, pero entre esos escombros también existen otros amores. Amores que, por más que se cultiven con ternura y se rieguen con constancia, no logran germinar más allá de los límites de una amistad con sentimientos que no caben en una etiqueta y no sellan por su voluptuosidad.
Una amistad que duele por lo que no se atreve a ser, por lo que se insinúa en horas bajas. Ambos lo saben y ambos saben que lo saben. Ambos ruegan que el otro sea más valiente, sea más decisivo, más terco, sea más, pero como siempre, hay incertidumbre cargada de miedo a escribir un capítulo en su vida y no sea el último, no sea el favorito.
Para ahorrarnos noches de lamentos o el terror de que ese vínculo se quiebre en el intento, por fin decidimos un movimiento “sincero y maduro”: callar. Callamos. Nos tragamos el metal que crispa la garganta y le sonreímos al otro. Lo mantenemos cerca, lo atesoramos con una devoción casi religiosa, tarareando el sonido de su voz, el cálido aliento de su habla y su contacto, distante, prudente, casto, roza el borde de nuestra piel encendida.
Y uno se obliga a idealizar el privilegio de ser “ese hombro”, mientras lo repudia en secreto con silenciosa amargura. Cuando llega el momento y te habla de cierta persona, de ese “alguien especial”, sientes tu boca cocerse en ácido. Tu estómago se convierte en un campo de batalla donde las palabras se rebelan y te desgarran por querer salir. “Soy yo. Veme. Aquí estoy. Aquí, esperándote.”
Pero no lo dices, usual. El silencio, que antes era escudo, se convierte en jaula. Y tú, que tanto amas, te abstienes a ser ave en su playa, aunque el mar jamás te bañará, conformándote con dejar huellas en la arena. Sabiendo que en cualquier momento una ola las borrará.
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