El tiempo que en mis manos no se detiene
- Redacción
- 17 sept
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Mente Lunera

Andrea González
(09-17-2025)
El recuerdo de un pasado que se vuelve presente cada vez que cierro los ojos para volver a ver esa sonrisa, ese atardecer, a escuchar aquella música acostada en cierta posición sobre la cama desgastada de un amigo.
El tiempo, como diría el gran Divo de Juárez, “nunca se detiene”. Seguimos avanzando, aunque no lo notamos, aunque sentimos que estamos en la misma situación, ya pasaron minutos, horas, días tu vida.
En ese transcurrir, nos aferramos a instantes que parecen eternos: la carcajada inesperada en medio de la rutina, el olor a café en la madrugada, la mirada cómplice que no necesita palabras.
Son pequeñas huellas que el tiempo no borra, aunque todo lo demás se derrumbe. Porque la memoria se convierte en un refugio donde el pasado aún respira, donde todavía podemos tocarnos con la yema de los pensamientos.
El tiempo no espera, pero nos concede la oportunidad de reinventarnos en cada amanecer. Nos recuerda que no somos estáticos, que incluso la nostalgia es movimiento, que cada cicatriz guarda el mapa de lo que fuimos y la brújula de lo que podemos llegar a ser.
Así, mientras el reloj avanza sin detenerse, nosotros decidimos si solo contamos las horas o si las llenamos de significado. Porque al final, no se trata de ganarle al tiempo, sino de danzar con él, de hacer que cada segundo que pasa deje una chispa en el aire, un eco en la memoria y un motivo en el corazón.
Tal vez ahí está el secreto: en aprender a ver cada instante como irrepetible, en comprender que incluso los momentos de espera son un regalo disfrazado. El tiempo nos atraviesa, pero también nos construye; nos arranca pedazos, pero nos regala otros nuevos. Somos un tejido hecho de segundos: unos suaves, otros ásperos, algunos que quisimos detener y otros que rogamos que acabaran pronto.
El tiempo nunca se detiene, pero nosotros podemos detenernos a contemplarlo, a agradecerlo, a escribirlo en palabras que también buscan permanecer. Y quizás, en ese acto sencillo de nombrarlo, de honrarlo, logremos vencer su fugacidad, aunque sea por un instante.







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