top of page

Entre el ladrido y la ley

  • Redacción
  • 4 nov
  • 3 Min. de lectura

Entre la norma y la justicia

ree

Alfonso Verduzco


(11-04-2025)


En agosto de 2025, la Ciudad de México dio un paso histórico al reformar su Código Civil para reconocer a los animales como seres sintientes, es decir, seres capaces de experimentar placer, dolor y emociones.


Se adicionó un artículo 855-Bis, que establece: “Toda persona tiene la obligación jurídica de respetar la vida de los animales y velar por su bienestar, según las necesidades y características biológicas de cada especie.”


Con ello, dejaron de ser considerados simples “bienes muebles”, como lo eran hasta hace unos meses, para adquirir una nueva categoría jurídica: sujetos de protección y respeto.


Este cambio, más que un gesto simbólico, tiene un profundo alcance ético y legal. Implica que la vida animal debe ser protegida no solo por compasión, sino por obligación jurídica. Significa también que el maltrato y el abandono pueden y deben tener consecuencias legales, no solo morales. Sin embargo, entre el espíritu de la reforma y la realidad de nuestras calles, hay todavía un largo camino que recorrer.


Porque basta recorrer cualquier colonia o fraccionamiento de la capital —o de casi cualquier ciudad del país— para encontrarse con una escena tan cotidiana como triste: perros callejeros buscando refugio, comida o simplemente compañía. Muchos de ellos tuvieron hogar alguna vez. Fueron adoptados para acompañar a alguien que se sentía solo, para llenar silencios o dar sentido a rutinas. Pero después vinieron las mudanzas, los cambios de trabajo, la falta de espacio, la vejez o la enfermedad del animal… y llegaron también las excusas.


El abandono animal es un problema social que la ley no puede resolver por sí sola. No se trata solo de una omisión individual, sino de un fenómeno colectivo que revela la fragilidad de nuestros vínculos y la falta de responsabilidad social hacia los seres vivos con los que convivimos. Adoptar a un perro no debería ser un acto impulsivo o emocional, sino un compromiso duradero, tan serio como cualquier obligación civil.


Darles de comer en la calle, aunque parezca un gesto de bondad, no soluciona el problema. Al contrario, muchas veces lo agrava. Alimentar a los perros callejeros sin ofrecerles un entorno controlado, esterilización o atención veterinaria perpetúa el ciclo de reproducción y abandono. No se trata de no tener compasión, sino de tenerla con conciencia: el alimento no sustituye la política pública. Algunas legislaciones han recurrido a programas como “adopciones comunitarias”.


Desde la perspectiva sanitaria, los perros en situación de calle son también un asunto de salud pública. La Ley General de Salud reconoce la necesidad de prevenir enfermedades zoonóticas como la rabia, que aunque ha sido controlada, no ha desaparecido. La presencia de animales sin control sanitario o sin vacunación implica un riesgo que debe atenderse con campañas permanentes de esterilización, vacunación y registro, no con acciones aisladas o voluntaristas.


Pero la raíz del problema va más allá del descuido institucional. En las grandes ciudades, cada vez más densas y anónimas, las personas nos sentimos crecientemente solas. La convivencia se diluye entre el tráfico, los horarios y las pantallas. Y en ese contexto, las mascotas se han convertido en paliativos de nuestras carencias emocionales: sustitutos de amistades, familia o comunidad. Los perros nos acompañan en la soledad urbana, pero también nos enfrentan al espejo de nuestras contradicciones: buscamos afecto incondicional sin comprometernos a cambio.


No es casual que mientras aumentan las cifras de adopciones, también crecen las de abandono. De ahí la existencia de colonias enteras con manadas de perros que fueron, alguna vez, “hijos” de alguien. Los tratamos como miembros de la familia hasta que su vejez, su enfermedad o nuestra incomodidad los relegan al olvido. Es entonces cuando el derecho y la ética se encuentran: el reconocimiento jurídico de los animales como seres sintientes obliga a repensar nuestra propia humanidad.


Reconocerlos como seres sintientes no es solo una evolución de un concepto legal. Es asumir que la relación con ellos tiene consecuencias morales, sociales y sanitarias. Que cada perro abandonado no es solo un animal sin dueño, sino un reflejo de una sociedad que no termina de asumir su responsabilidad con la vida que dice proteger.


Reformas legales como esta abren una puerta importante. Pero el verdadero cambio dependerá de si somos capaces de transformar esa letra en acción: políticas públicas, educación cívica, control sanitario y, sobre todo, empatía con compromiso.


La pregunta queda abierta:


¿Seremos una sociedad que reconoce la sensibilidad de los animales solo en los códigos, o también en nuestras calles, en nuestros actos y en nuestras decisiones cotidianas?

 

@AlfonsoVerduzco

— Entre la norma y la justicia



Comentarios


bottom of page