Morir no debería borrar tu historia: los derechos digitales después de la muerte
- Redacción
- 15 jul
- 4 Min. de lectura
Entre la norma y la justicia

Alfonso Verduzco
(07-15-2025)
La historia humana se escribe en el papel y, ahora, en la nube. Nuestros recuerdos, mensajes, búsquedas, fotografías y textos han migrado al plano digital, hasta convertirse en una extensión de nuestra identidad. Pero, ¿qué pasa con toda esa información cuando morimos? ¿Debe ser borrada por default si no dijimos expresamente lo contrario? ¿Puede la ley decidir sobre nuestro silencio?
Estas preguntas fueron el eje del Amparo en revisión 341/2022 resuelto por la Primera Sala de la SCJN, en el que se declaró inconstitucional el artículo 1392 bis del Código Civil de la Ciudad de México. Esta norma establecía que, si una persona no disponía nada sobre sus datos digitales al morir, estos debían ser suprimidos por el albacea, sin más.
La muerte, la memoria y el derecho al olvido
El artículo impugnado disponía que, ante la falta de instrucciones, la consecuencia debía ser el “borrado total” de los datos digitales. Esto implicaba, por ejemplo, desaparecer cuentas de correo, redes sociales, archivos en la nube, textos, fotografías, contraseñas. Todo. Sin excepción.
Cuando se borra automáticamente todo rastro digital de una persona fallecida —fotos, correos, mensajes, publicaciones, archivos compartidos— no solo se elimina información: también se rompe un vínculo simbólico. Para familiares, amigos o personas cercanas, los datos digitales pueden ser la única manera de conservar recuerdos, cerrar ciclos de duelo o incluso conocer aspectos importantes que nunca fueron hablados en vida. La supresión forzosa de esa información puede causar un sentimiento de pérdida adicional, una forma de “segunda muerte” que impide a las personas elaborar el duelo con autonomía y sentido.
Además, algunas de estas memorias digitales tienen un carácter íntimo que no necesariamente se comparte en vida, pero cuyo valor emocional crece tras el fallecimiento. Una carta no enviada, una playlist, una conversación significativa, pueden adquirir un peso simbólico para quienes quedan. Su desaparición puede sentirse como una traición al recuerdo o una imposición de olvido que borra la última huella del ser querido.
La Corte fue enfática: el respeto a la vida privada incluye, también, evitar daños afectivos innecesarios. Y esos daños pueden derivar tanto de la publicación indebida de información sensible, como de su eliminación automática e irreversible. La regulación debe permitir a las personas decidir —en vida— cómo será tratada su huella digital, y ofrecer a sus deudos un marco legal que respete los vínculos emocionales y la dignidad del recuerdo. La información también es herencia.
En el centro del debate se encuentra el concepto de “autodeterminación informativa”, que reconoce a cada persona el derecho a decidir qué información suya puede difundirse, cómo, cuándo y por quién. Esta facultad, explicó la Corte, no desaparece con la muerte. El consentimiento —como principio rector— se extiende más allá de la vida, en tanto no exista una manifestación clara en sentido contrario.
El caso es más común de lo que parece. Basta pensar en figuras como el músico David Bowie, quien nunca quiso que su enfermedad se hiciera pública. A pesar de ello, su diagnóstico de cáncer fue revelado inmediatamente después de su muerte. ¿Debió respetarse su voluntad tácita de privacidad?
Este dilema no es solo personal. También afecta a la sociedad. Porque si todo puede ser borrado, también puede desaparecer la verdad.
Derecho a la información, memoria colectiva y distopía digital
El derecho al olvido —surgido en Europa a partir del caso Google vs. Costeja (párrafo 92 de la sentencia)— permite a una persona solicitar la eliminación de información personal que considere obsoleta o dañina. Pero ¿qué ocurre cuando ese derecho colisiona con el derecho a la información de la sociedad?
La respuesta, según la Corte, no puede ser absoluta ni binaria. Borrar todo de forma automática afecta el acceso a la información en su dimensión social. Más aún, puede dañar la democracia. En lugar de censura previa, lo que se requiere es responsabilidad posterior. El llamado “mercado de las ideas” —principio rector del sistema interamericano de derechos humanos— exige preservar la información, evaluarla críticamente y, en su caso, sancionar su mal uso, no su existencia.
En América Latina, donde las memorias dolorosas muchas veces han sido suprimidas desde el poder, necesitamos más memoria y menos olvido.
Entre un mundo feliz y una sociedad consciente
Aldous Huxley imaginó en Un mundo feliz una sociedad sin pasado ni emociones profundas, sostenida por la tecnología y la amnesia colectiva. Esa distopía, irónicamente utópica, se vuelve más cercana cuando legislamos la muerte digital sin atender la dimensión humana de la memoria.
Morir no debería significar desaparecer. Tampoco ceder el control absoluto de nuestra información al silencio o a la ley. La Constitución exige armonizar derechos, no suprimir unos en nombre de otros. Por eso, como señaló la Corte, la protección de los datos digitales debe considerar tanto la dimensión individual como la dimensión colectiva.
La historia humana, incluso la digital, merece ser contada. Aunque duela. Aunque incomode. Porque sin memoria no hay justicia. Y sin justicia, no hay futuro.
@AlfonsoVerduzco







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