¡Qué huevos! ¡Qué ovarios!
- Redacción
- 21 ago
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Actualizado: 22 ago
Osteoporosis

José Raquel Badillo Medécigo
(Seudohumorista)
08-21-2025
La magia de la comunicación está en nuestro lenguaje, que día a día se enriquece con palabras precisas para darle la acepción acertada. Escritores como el colombiano Gabriel García Márquez o el mexicano Juan Rulfo recurrieron en sus obras no sólo a las metáforas, sino también a descripciones detalladas, llenas de palabras elocuentes.
Nuestro vocabulario, a veces, adopta voces de otros idiomas y otras las adecua para hacer suyo un significado. Palabras como recordar —pasarlo de nuevo por el corazón—, apapacho —abrazo del alma— o carpe diem —aprovechar al máximo el día— son apenas unos ejemplos.
Gran parte de los habitantes meridionales pueden referirse a los árboles de coníferas como simples “pinos”. Sin embargo, quien se adentra en su clasificación les otorga sustantivos específicos: abetos, píceas, cipreses, cedros, enebros, sabinas, alerces, tejos o araucarias.
La pobreza de un lenguaje no impide al individuo expresar sus ideas. En México, por ejemplo, existen palabras como “cabrón” o “chingar” —y sus múltiples derivados— cuyo significado cambia según el contexto.
Lo mismo ocurre con las palabras utilizadas en el título de este contenido. “¡Qué huevos!” o “¡qué ovarios!” es una expresión que puede aludir a un acto de valentía; pero, en otras circunstancias, estas mismas palabras cambian radicalmente para señalar el descaro.
Un ejemplo: Porfirio Díaz, antes de ser presidente, fue soldado y debió sortear la intervención francesa. No todos los soldados galos salieron invictos: algunos murieron. Años más tarde Díaz salió desterrado de México y fijó su nueva residencia en Francia. Ir a un lugar donde los familiares de los soldados abatidos podían buscar venganza… Don Porfirio tuvo los huevos para enfrentar esa circunstancia.
Curiosamente —aunque ya existe el desmentido— se mencionó el “autoexilio” de Beatriz Gutiérrez Müller. En este caso, se alude al órgano femenino no para señalar su valentía, sino un acto de descaro: “¡Qué ovarios los de Beatriz, al fijar su nueva residencia en España, país al que exige disculpas por la conquista!”. Quizás las críticas hicieron recapacitar a Beatriz respecto a su residencia en España; tal vez su intención era permanecer ahí para no quitar el dedo del renglón.
Lo que sí no pudo desmentir fue el trámite de su doble nacionalidad. Por ello, ahora, siendo española, bien podría —a nombre propio y del gobierno— ofrecernos la disculpa.
En vez de haber escrito una simple prosa, quizá debí ofrecer una fábula, para que después de leer la trama quedara la reflexión. Me permito entonces redactarla:
Moraleja. No es lo mismo vivir en la chingada, rodeada de la selva, donde el dinero pierde su fantochería, que vivir en La Moraleja, donde la plusvalía levanta la autoestima y el egocentrismo. Porque no es lo mismo vestirse de sedas y lucir perifollos en la zona lacandona llevando una vida privada que exhibirse en el glamour europeo.
Nota del autor. En estos tiempos en que la libertad de expresión sufre embates desde el poder judicial, estaré dispuesto a ofrecer una disculpa pública durante treinta días, o bien en aceptar una sanción económica que no rebase un día de salario mínimo.
Recordemos que un poeta quintanarroense escribió un poema ofensivo hacia la bandera nacional y fue sancionado con un día de S.M.N., mismo que se negó a pagar; aun así, fue dejado en libertad. Apelo, pues, a la comprensión para que esta posible ofensa no sea castigada con una sanción mayor que la impuesta al poeta maldito, cuyo ultraje fue, sin duda, más grave.






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