¿Seguro de quererlo?
- Redacción
- 10 dic
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Mente Lunera

Andrea González
(10-10-2025)
En verdad quieres algo cuando no puedes ponerle el dedo a una fecha.
A veces sabemos exactamente qué queremos, pero no sabemos cuándo lo tendremos entre las manos. Es una certeza extraña: la brújula interna señala un norte nítido, pero el calendario permanece en blanco, como si el tiempo fuera un animal salvaje que no acepta ser domesticado. Vivimos así, con el deseo encendido y la paciencia temblando, intentando no desesperar mientras la vida decide su propio ritmo. Porque la vida siempre decide; nosotros apenas proponemos.
Esa sensación es como caminar con una linterna que a ratos ilumina con una claridad casi cruel y, de pronto, sin previo aviso, se apaga. Y no porque nos falte pila o porque hayamos hecho algo mal. No. Simplemente la luz parpadea y se retrae, como si necesitara recordarnos que no es nuestra, que sólo la sostenemos un momento antes de que vuelva a perderse entre sombras. Así funcionan las inspiraciones fugaces, las convicciones profundas, los sueños que nos visitan como meteoros: vienen, brillan, duelen un poco y desaparecen, pero ese destello basta para guiarnos durante semanas enteras.
Saber lo que queremos es un privilegio extraño. Hay quienes pasan la vida completa tanteando en la oscuridad sin encontrar una forma definida. A nosotros, en cambio, se nos revela la figura con claridad: queremos esa vida, ese proyecto, ese amor, ese camino. Lo podemos nombrar. Lo podemos imaginar. Lo podemos casi tocar. Pero no sabemos cuándo el mundo se alineará lo suficiente para permitirnos llegar a él. Y en ese “no saber cuándo” se esconde la mayor de nuestras batallas: la espera.
La espera no es pasividad. Es un trabajo silencioso que se hace desde adentro. Es sostener la luz incluso cuando se apaga, recordarla, reconstruirla en la memoria, imitarla hasta que regrese. Es seguir caminando aun cuando el sendero pierde contorno y se vuelve un borrón. Es confiar, aunque cueste, en que lo que queremos no se evapora sólo porque tardamos en alcanzarlo.
A veces pensamos que la luz que se apaga es señal de renuncia, pero tal vez sea solo un modo de obligarnos a mirar con otros ojos. Cuando la claridad se retira, aparece la oportunidad de afinar el oído, de sentir la textura del mundo, de entender que no todo se revela con brillo. Hay cosas que sólo se comprenden en penumbra. Quizá por eso nuestras certezas se oscurecen a ratos: para enseñarnos cómo avanzar sin depender únicamente de ellas.
Y aun así, en medio de esa oscilación entre claridad y sombra, lo que queremos persiste. Puede volverse más tímido, más profundo, más silencioso, pero sigue ahí. La luz regresa siempre regresa, aunque no con la puntualidad que deseamos. Y cuando lo hace, ilumina no sólo el camino, sino también las cicatrices que dejamos en cada tramo recorrido a oscuras. Nos recuerda que la espera también forma parte del deseo, que no hay claridad sin sombra ni llegada sin demora.
Tal vez no sepamos cuándo, pero saber qué queremos ya es una forma de luz. Una que, incluso cuando se apaga, permanece.








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